SUBLIME, SEGÚN LONGINO Y YO
Entre el siglo III a.C. y el siglo I, me encontré queriendo tener una palabra apropiada para expresar algo grande, pero no sólo eso, sino algo excitante y más que eso, el clímax de una pasión, furor con gran vehemencia; es algo que no se compara con lo agradable, o lo simplemente bello. Es precisamente eso que sobrepasa lo humano, que solo el espíritu comprende; y decidí hablar con mi amigo Longino, profesor de retórica y crítico literario.
En una larga charla coincidimos que muchas veces las ideas tienen una importancia superior a las palabras, o lo que es lo mismo, las palabras se quedan cortas ante la idea que las concibió; entonces es necesario crear arte, un arte que grite sentimiento, buscar nuevas palabras y balbucear con alaridos estrepitosos que, por supuesto, la gente “normal” no entenderá porque están ciegos en sus espíritus. Los ciegos necesitan que las almas grandes, por un eco de su gracia, conviertan la exterioridad en algo, algo que ellos entiendan, ese algo que aún no tiene nombre, porque Longino y yo aún no estamos de acuerdo en la palabra que llevara tan grande carga. Y es que las palabras son capaces de convertirse en algo divino, prueba de eso tenemos en la literatura, y en los poetas está el arte de hacernos entrar en el momento oportuno de la locura ajena, y esto con los soplos de inspiraciones especiales que solo ellos conocen.
La naturaleza tiene en ella esa palabra que estoy buscando, claro que los ciegos superficiales nunca logran percibirlo, es muy sutil ese arte perfecto que esconde cada gota de agua, las hojas del otoño, el cuerpo de una mujer sin operar. Una obra de arte será un éxito en tanto tenga esa sutileza de la naturaleza en ella misma, teniendo al método como fijador de sus propios límites suministrados de un modo especial, concreto en su punto y la práctica dando seguridad al trazo.
Longino me hablaba de cómo eran de pésimo gusto los grandes genios, son más bien peligrosos, se consideran superiores a cualquier disciplina que ellos no hayan impuesto, suponen que no necesitan apoyo y están encasillados a su mero impulso, sólo pisando firme en su “talento nato”, haciéndose ignorantes del verdadero arte; el que debe conmover a los oyentes para elevarlos, el que agrada a todos, el que somete a los observadores con su “no se qué” que los arrastra hasta el mundo imaginario que se ha creado en plena realidad, tan natural que nadie lo verá hasta sentirse dentro de aquello, dentro de sí, en medio de todo y nada.
Ahora lo sé, esto que buscamos es poderoso en serio, es capaz de atraparnos y esto, pienso yo, se debe a que nos mantiene interesados, porque nunca nos lo da en imágenes fijas como la televisión, que ha de mostrarnos todo digerido. Es algo que implica un análisis, es algo profundo que deja en la memoria una huella difícil de borrar, incluso la inconciencia.
-¡Sublime!-
Eso, como las pasiones nobles, de las que escasean y cuando se encuentran son difíciles de reconocer. La grandeza, el espanto, la oposición interna y externa y la complejidad, lo patético, las contrariedades que provoca, tanto físicas como espirituales, la oposición entre la vulnerabilidad y el dominio propio, todo eso y más. La belleza del arte es simplemente sublime.
Magdalena Jannet Hernández Popoca
5º semestre, grupo B
Específico de Música
8 de noviembre de 2010
ENSAYO DE LO SUBLIME
Y como si la confusión que provoca dilucidar el concepto de “lo bello” fuera poco, descubrimos que hay algo más allá. La belleza es quizá sólo es un estado embrionario de un “algo más” cognoscible. Algo que de tan feo es estético... Un lugar donde los cánones se desvisten, la simetría y el orden sufren una metamorfosis y se desfiguran, donde los colores gritan y las palabras callan… un lugar donde lo asqueroso y lo perfecto se fusionan para elevar el espíritu a sus máximos alcances.
Patético. Clamor. Excitante. Frenesí. Furor. Clímax.
Hablo de lo sublime.
Ya no se trata de entender y jerarquizar la realidad como “bella” o “fea”, se trata de experimentar abismalmente esa realidad; hacerla extendible más allá de su forma, hacerla explotar para que rebase los límites espaciales y se fugue a manera de ideas hacia el infinito.
No es entender el paisaje mimético de una obra de arte, es llegar a su punto más ínfimo y ulterior, detonante no de una catarsis didáctica, más bien de una catarsis que libere la experiencia vital y profunda del artista que la creó y se traduzca de manera personal en el espectador.
La percepción sensorial es un peldaño solamente. Lo sublime rebasa lo que los sentidos perciben. El oído y la vista no sólo comunican al encéfalo lo que detectan, ahora constituyen un complejo percepción-emoción-idea-razón. El punto cumbre se encuentra en lo invisible pero palpable. Y sí, efectivamente es paradójico. Invisible porque no se nos insinúa a primera vista y palpable porque a pesar de esto: ahí está.
Lo sublime no es bello, ni lo bello es sublime. En cada concepto habitan distintas dimensiones. Lo bello impacta al gusto y a los sentidos, educados quizá bajo cierta ideología y una concepción de belleza influenciada por aspectos culturales, espaciales y temporales. Lo sublime, en cambio, rebasa lo corpóreo: el espacio y el tiempo se condensan en la idea, que es llevada al éxtasis a través del éxtasis mismo.
Lo sublime es un grado más allá de la belleza, comprendido aún dentro de la acción estética.
Esto es algo que hay que entender para romper con el entendimiento común del arte y, en particular, del arte contemporáneo donde los artistas tornan la mirada hacia figuras deformadas o muy formadas, que de tan patéticas se esfuman; pierden su cualidad de “figura” y se deshacen de la forma para dar espacio a que el vacío, el color, el objeto, hablen por sí mismos.
Y pensar que he estado repetidas veces frente a lo sublime sin hacerme consciente de ello.
Leer a grandes rasgos la concepción longiniana de la estética, ha hecho más diáfana mi concepción de arte. Antes de ayer, cuando veía las obras de Mark Rothko, Yves Klein, Jackson Pollock, sabía que estaba frente a una muestra artística, pero no lograba identificar ese “algo”, esa cualidad que me hacía catalogar sus obras como valiosas en el campo estético.
Y con poco que creo entender, creo entenderlo todo. En los tres pintores veo la sublimidad.
En Rothko y Klein, el color sublime no sólo se libera, estalla y nos empapa, nos involucra dentro de su musicalidad, nosotros formamos incluso parte de la pintura, una pintura donde el cuadro se ve pequeño y a penas necesario para reflejar la inmensidad de la idea ahí contenida. ¿Qué idea? La que cada quien experimente.
El color ya no es un color conocido. Los rojos de Rothko o los azules de Klein se convierten en únicos: son colores nuevos y significan por sí mismos, no necesitan nada más para hacer visible su valor.
Con Pollock, sucede algo similar. La conexión artista-espectador-pintura es tan íntima, que no se dónde acaba el trabajo del pintor y dónde empieza el del espectador. Veo dentro de todo ese bombardeo agresivo y sutil de líneas, la más íntima idea interpretativa de mi inconsciente, veo manzanas flotado dentro de un denso bosque, veo seres mitológicos, un ojo penetrado por una daga, árboles muertos, incluso mi nombre está escrito ahí.. Yo soy el pincel de Pollock, la obra deja de ser de él y se convierte mía, se convierte en mí misma.
He ahí el arte discreto al que hace alusión Longino, ese que “subyace sin que se note” porque no es reflejo ni imitación de la naturaleza, es parte de la naturaleza misma. Desde ese punto de vista, la infinidad del universo, la pasión más desenfrenada y la pintura “Number 3” de Jackson, comparten categoría dentro de los sublime.
Me gusta la estética de Longino precisamente por eso. Porque no sólo reconoce que lo sublime es algo asequible por el hombre, sino que además, reconoce que el hombre puede ser proveedor de lo sublime y su sublimidad es equiparable con la sublimidad del universo.
Inclusive, muy al estilo receta de cocina, da una serie de requisitos que deben tener una obra literaria y su autor para poder alcanzar la sublimad mencionando, en primera instancia, la capacidad para concebir ideas elevadas, posteriormente la fuerte emocionalidad, seguida de las figuras de pensamiento y del lenguaje, la nobleza en la dicción y finalmente, el orden de las palabras.
Pero… ¿Quién será capaz de cumplir y llevar acabo con sublimidad esos cinco puntos que señala Longino?
Cuando tu casa se derrumbe, tu pareja se suicide,
tus padres mueran súbitamente, te caiga un piano encima
y para colmo te orine un perro;
ve a casa, pinta, baila, haz música, escribe…
Seguro serás un buen artista.
Chascarrillo de los “Teatreros” (5º A) respecto a la
pregunta ¿Qué se necesita para ser un buen artista?...
“Nada hay tan sublime como una pasión noble, en el momento oportuno, que respira entusiasmo como consecuencia de una locura y una inspiración especiales y que convierte a las palabras en algo divino.”
Así es. Los sublime se alcanza a través de lo sublime: de la experiencia que rebasa límites, que enloquece, de la experiencia extrema que se rebasa así misma y se convierte en algo… en arte, quizá. Una vida patética te puede llevar a realizar acciones patéticas, sublimes.
Más, más y más: todo es llevado al éxtasis para que éste despierte más éxtasis en una cadena ininterrumpida, para que conmueva con su fuerza, para que incite a lo patético… para que revolucione la idea.
Fuentes de información: Apuntes de la clase.
Ana Karla Torres Gómez
5º semestre, grupo A
Específico de Teatro