Grotesco, fantasía, sueño, emoción, noche, muerte, libertad, son quizá las primeras cogniciones que la mente evoca al tratar de conceptualizar al Romanticismo. Y es que, aunque de manera un tanto económica, sí podríamos encontrar en esas palabras el sustrato temático del pensar romántico europeo.
Lo grotesco es valioso para el romántico, lo exalta como resultado del desequilibro, un elemento propiamente humano que da color a historias de tramas terribles proyectadas con exquisito sentido de la dualidad constituida por el binomio imaginación-verosimilitud.
La noche, más lejos de la vida que de la muerte, es el momento puramente romántico, donde los sentimientos danzan y se funden en un solo movimiento que exalta esa lucha factible del “yo” a favor de la libertad, aclamando el valor de la individualidad que posteriormente se traduciría en el valor colectivo. “Volverse hacia el interior propio es pauta fundamental para captar el mundo que nos rodea”, decía Novalis.
La muerte por su parte, es el grado máximo de consciencia y perfección al cual únicamente se acerca el hombre en el mundo de los sueños, donde el subconsciente se vitaliza proyectándose en el mundo material. Esto explica en parte esa tendencia tan romántica del suicidio como el derrotero que ha de llevar al grado máximo espiritual.
Mientras que en el viejo continente Shelley, Goethe, Manzzoni, Becquer, Poe y un considerable número de escritores encumbraban los preceptos románticos, llega el movimiento a América -no sin el retraso temporal lógico de la importación-.
El momento en que llegó a Hispanoamérica fue decisivo para que el Romanticismo cobrara en estas tierras un color diferente al de su lugar de origen. América para entonces era libre del yugo peninsular más no así de los regímenes e inestabilidad que se había gestado a partir de su emancipación.
Lo grotesco en América no dio cabida para la imaginación, ambientes de fantasía y mucho menos hazañas de carácter caballeresco; lo grotesco se vivía a diario albergado en las dictaduras atroces que la gobernaba, la dictadura de Juan Manuel Rosas es quizá la más representativa. La naturaleza atroz de unos pocos reinaba sobre la individualidad.
Romanticismo en Europa implica una necesidad de volver al pasado para liberarse de la métrica impuesta por la estricta razón, el mundo de la Edad Media les significaba ese pasado donde las relaciones personales realmente eran personales y no las deshumanizadas pautas de convivencia traídas por la Revolución Industrial. América en cambio, no necesitaba ir a un pasado porque quizá no tenía uno; todo ideal primigenio de su cultura se había vuelto difuso tras la colonización, el romántico americano más bien agudiza su mente sobre el presente, volcándose en la sensibilidad emocional popular para reconstruirse. Dicho de otra forma, en Europa el Romanticismo era un modo de sentir; en América era una forma de pensar con base en el sentir del pueblo.
El Sehnsucht, palabra alemana estandarte de la cultura romántica, también cobra dimensiones distintas al otro lado del Atlántico. Allá, Sehnsucht era la búsqueda perpetua del deseo, que definían como una incógnita, como algo absolutamente indefinido: el deseo era un anhelo irrealizable que se traducía en los autores románticos como una terrible melancolía anímica que agudizaba sus sentidos; una melancolía los hacía más sensibles al mundo tangible cuya realidad les afectaba de sobremanera y despertaba en ellos una eterna inconformidad. Pero como cualquier deseo (incluido el deseo de mejorar lo vivido) era ilusoriamente solucionable, esa energía de cambio sufría una metamorfosis con dos deltas para nada inmiscibles: o el sentimiento melancólico se convertía en una fuerza destructiva/autodestructiva, o el sentimiento encontraba acojo arraigándose a la tierra en que se nace y por la que se muere, sintiendo nostalgia y pena por aquel pasado de gloria regional que se dejó ir.
En América el Sehnsucht era la nostalgia de no ser. El deseo se encarnaba en un solo ideal: la libertad, que debía ir de lo colectivo a lo individual. La muerte no era la prolongación del sentimiento a otro plano, ni era un estado de consciencia superior; la muerte era símbolo, causa y fin de la dictadura, la coartación brutal del espíritu. Es aquí donde veo necesario plantear una cualidad sumamente distintiva del Sehnsucht americano respecto a Europa: El deseo humano no se insinuaba como algo indefinido, era por el contrario, algo sumamente concreto, impulsado por el amor a la patria y asequible mediante un método: la revolución.
Como bien lo menciona Novalis en la cita que he expuesto anteriormente, el romanticismo Europeo va más encaminado a la realización del espíritu, a la búsqueda de la libertad propia para proyectarse niveles macros. Son, desde este planteamiento, claros los tintes de pensamiento Hegeliano. En cambio, el romanticismo americano, al presentar un explícito furor de rebelión, persigue sin duda tendencias Marxistas, donde lo material busca afianzarse para lograr el bienestar nacional e individual y no conforme con sólo analizar la realidad tiene la urgencia impaciente de cambiarla.
Quizá sea una hipótesis bastante aventurada, pero sí creo que de cierto modo, tanto Hegel como Marx, influyeron respectivamente en el Romanticismo de Europa y América, por los momentos en que se dieron aquellas teorías filosóficas coincidentes con los momentos románticos de cada continente.
Influyente explícitamente o no, quizá como un ejercicio de analogía, me gustaría señalar de manera muy general algunos elementos marxistas que encentro en el cuento “El Matadero” de Esteban Echeverría, uno de los máximos exponentes del romanticismo americano y autor de este primer cuento romántico en Argentina que por supuesto, marcaría la pauta para el desarrollo del movimiento no sólo en ese país, sino en toda Latinoamérica.
El cuento es una agudísima crítica al sistema ya capitalista de aquélla época –primera mitad del siglo XIX- que narra la demencia de un pueblo con hambre a expensas de la tiranía de Juan Manuel Rosas.
Conviene aquí trazar una línea básica de acción para dar una idea general de sucesos planteados, no sin antes advertir que, cualquier similitud con hechos comunes en nuestro acontecer diario no es mera coincidencia, sino la acción de una tesis dialéctica dominante que aplasta y no permite el cabal desarrollo de su antítesis. Por cronología este es el planteamiento: 1) Un diluvio azotó a la población, la producción de carne se detuvo dejando al pueblo sin su base nutricional. 2) La gente desesperadamente busca qué comer pero como si esto fuera poco, la iglesia, a pesar de que la situación amenaza la supervivencia humana, prohíbe que se consuma carne por mandatos cuaresmales. 3) El pueblo fiel asume la bula eclesiástica. 4) Al aumentar la demanda de productos permitidos por la iglesia, los precios se elevan y la crisis aumenta. 5) En un acto de “extrema bondad” el tirano envía al pueblo 50 novillos para ancianos y niños que, por su condición, son perdonados de desobedecer el mandato divino. Y 6) Todo el pueblo se reúne en el matadero para tratar de conseguir aunque sea, los desechos –“achuras”- de la carne… Los eventos que acontecen esa tarde en el matadero son prueba de los alcances de un pueblo en la agonía: inconsciente, moribundo.
Dentro de este tejido de hechos quiero destacar tres puntos implícitos neurálgicos que demanda el cuento sirviéndonos para entender el Romanticismo en América y que además fueron preceptos importantísimos de la ideología marxista:1) Crítica a lo que Marx llamó el “opio del pueblo”, la religión. 2) Llamado a despertar la consciencia de clase. 3) La necesidad vital de un pueblo por depurarse, revolucionarse.
Si hay algo que destacar del estilo echeverriano es esa cualidad excelsa de la sátira y que cuando de materia eclesiástica se trata, no se muestra para nada indulgente.
“Algunos médicos opinaron que si la carencia de carne continuaba, medio pueblo caería en síncope por estar los estómagos acostumbrados a su corroborante jugo; y era de notar el contraste entre estos tristes pronósticos de la ciencia y los anatemas lanzados desde el púlpito por los reverendos padres contra toda clase de nutrición animal y de promiscuación en aquellos días destinados por la Iglesia al ayuno y la penitencia. […] ¡Cosa extraña que haya estómagos sujetos a leyes inviolables y que la Iglesia tenga la llave de los estómagos!”
La religión, tal como las políticas de los monopolios industriales respecto al trabajo del hombre, son factores alienantes de la humanidad: mi trabajo, mis decisiones, mi voluntad e incluso mis necesidades se enajenan, ya el humano no se pertenece a sí mismo. Se convierte en un ser servil deshumanizado, del cual se ha extraído hasta el más íntimo sustrato de consciencia. Esa consciencia que le hace falta para darse cuenta de lo que es, de su valor y capacidad.
Justo en esa falta de “autoapreciación” es que Marx sustenta la existencia y permanencia de la religión como parte de nuestra vida, diciéndonos que el hombre al no poder identificar su propia esencia la proyecta inconscientemente fuera de sí, y atribuye sus cualidades a un Dios creado por él. Entonces si el humano es capaz de crear lo divino, lo divino tiene que ser parte de él, no le puede ser ajeno. Siendo así que la divinidad resulta ser el hombre mismo.
“El caso es reducir al hombre a una máquina cuyo móvil principal no sea su voluntad sino la de la Iglesia y el gobierno.”
Particularmente me parece un atrevimiento colosal el creer que efectivamente existe un Dios infrahumano. En primera instancia ¿Cómo poder saber que algo existe sin saber siquiera si nosotros existimos? Para saber que algo existe o no hace falta verlo desde afuera y nadie, hasta ahora, ha logrado ver la existencia desde la “no existencia” o lo que sea que implique un plano ajeno al existir humano.
Esta aseveración que lanzo acerca de la existencia de Dios –lo confieso- me parece simple y trivial, sin embargo me atrevo a exponerla porque más bien la quiero usar con fines ilustrativos.
Lo que hice hace dos párrafos fue una crítica: absurda o coherente, válida o inválida, convincente o provocadora de risas, me atreví a cuestionar un paradigma; me atreví a poner en jaque algo que quizá desde nacimiento he considerado como inmutable. Ahora bien ¿Por qué pude pensar y además comunicar semejante cosa? Logré hacerlo porque sé hablar, porque seguramente tuve algún antecedente cultural que me dio la pauta para creer que las cosas no son inmutables y además, porque tengo el tiempo para hacerlo; no tengo hambre, ni frío, tengo cubiertas mis necesidades básicas y me doy el lujo de ponerme a pensar en cosas que en momentos de crisis resultan inútiles.
Es ahí donde Marx y Echeverría proponen que para que se dé un autoconocimiento y una valoración del humano que le permita saber que el poder creador está en él mismo, debe por fuerza haber un ambiente propicio, una incubadora que permita que esos pensamientos embrionarios se desarrollen y no se sofoquen, he ahí su urgencia por la revolución que habría de llevar al hombre a la realización en todos sus sentidos.
La revolución entonces se encargaría de podar los obstáculos alienantes y preparar el campo fértil para el crecimiento de la consciencia.
En este quehacer, la literatura, dadivosa como siempre, encuentra campo de acción y redescubre su poder instigador que se revela como un balde de agua fría que despierta el deseo de cambio. Justo esto hace Esteban Echeverría. Su cuento resulta ser una mirada introspectiva que nos permite ver desde afuera lo propio, aterrarnos con lo que esos entes inscritos en letras viven y sorprendernos al ver que las cosas aberrantes leídas no son sino mi realidad: yo soy el protagonista.
Hablamos de catarsis.
Una de las partes catárticas más fuertes y profundas del cuento la encuentro en un hecho que –como lo descubrirá el lector- es el pan de cada día del mexicano.
Cuando la gente hambrienta va al matadero para mendigar sobras de carne, de pronto un toro (que bien podría ser el oasis alimenticio de una decena de familias) se escapa. Por supuesto que había que atraparlo, se lanza un latigazo al animal pero algo sale mal: el látigo corta la cabeza de un niño.
“Una parte se agolpó sobre la cabeza y el cadáver palpitante del muchacho degollado por el lazo, manifestando horror en su atónito semblante, y la otra parte, compuesta de jinetes se escurrió en distintas direcciones en pos del toro, vociferando y gritando: “¡Allá va el toro! ¡Atajen! ¡Guarda! ¡Enlaza, Sietepelos! ¡Que te agarra, Botija! ¡Va furioso, no se le pongan delante! ¡Ataja, ataja Morado! ¡Dale espuela al mancarrón! ¡Ya se metió en la calle sola! ¡Que lo ataje el diablo!”
“Del niño degollado por el lazo no quedaba sino un charco de sangre.”
¿Qué significó la pérdida de una vida para el pueblo iracundo?... Nada. No significó nada. La tragedia fue casi indiferente y quizá simplemente se convirtió en anécdota: el objetivo estaba latente, había que comer.
Esto se insinúa antinatural y cruel, sin embargo todo se rige bajo la misma lógica: el sistema antinatural y cruel ha engendrado hijos antinaturales y crueles.
Esto pasa en México en materia por ejemplo, del narcotráfico: los narcotraficantes no son entes surgidos por generación espontánea, son engendrados en función de la actividad aberrante gubernativa, y para que se acaben tendría que irse el régimen que les dio vida. Desde este punto de vista causa risa y llanto la evocadísima “guerra contra el narco” porque guerrear contra ello, implicaría destruir la mafia económica que ellos mismos han construido, sería la autoaniquilación.
Y mientras el sistema se hace más fuerte a costa de la demencia y el miedo poblacional, nuestro instinto de supervivencia reina: nos hace olvidarnos de quienes somos, a qué venimos, con quién estamos y, con base en la filosofía de “sálvese quien pueda” matamos, callamos, soportamos, delatamos, hundimos al otro, todo esto con tal de conseguir un mendrugo de seguridad, de autoafirmación. Se forja una máquina donde el pueblo se somete a sí mismo.
Mas, de repente la voz ronca de un carnicero gritó:
-¡Allí viene un unitario!
-Perro unitario.
-¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Viva el Restaurador de la leyes!
-”¡Mueran!”, “¡Vivan!”
Repitieron en coro los espectadores, y atándolo codo a codo, entre moquetes y tirones, entre vociferaciones e injurias, arrastraron al infeliz joven al banco del tormento, como los sayones al Cristo. […]
¿Qué nobleza de alma! ¡Qué bravura en los federales!, ¡siempre en pandillas cayendo como buitres sobre la víctima inerte! […]
-¿No sabes que lo manda el Restaurador? (Al unitario)
-La librea es para vosotros, esclavos, no para los hombres libres.
-A los libres se les hace llevar a la fuerza.
-Sí, la fuerza y la violencia bestial. Ésas son vuestras armas, infames. ¿El lobo, el tigre, la pantera, también son fuertes como vosotros! Deberíais andar como ellos, en cuatro patas.
-¿Por qué no llevas luto en el sombrero por la heroína?
-Porque lo llevo en el corazón por la patria que vosotros habéis asesinado, infames.
Entonces un torrente de sangre brotó borbolleando de la boca y la narices del joven, y extendiéndose empezó a caer a chorros por entrambos lados de la mesa. Los sayones quedaron inmóviles y los espectadores estupefactos.
-Reventó de rabia el salvaje unitario -dijo uno.
-Pobre diablo, queríamos únicamente divertirnos con él y tomó la cosa demasiado en serio -exclamó el juez frunciendo el ceño de tigre-. Es preciso dar parte; desátenlo y vamos.
El mismo régimen usa nuestras debilidades como motor de nuestro suicidio. Los “unitarios” eran los revolucionarios que, según la ideología inyectada en los federales, debían ser exterminados por ser portadores de una grandísimo mal social. Es claro cómo la revolución es sofocada por los mismos que necesitan esa revolución. Esto no muestra otra cosa más que la pobreza de consciencia nacional: los devoradores del pueblo -al que por cierto pertenecen- tienen hambre al igual que los sofocados, un hambre no sólo fisiológica sino además hambre de ser un poco lo que no son.
Por esto la urgencia del surgimiento de una consciencia de clase que permita al individuo sentir al otro como parte de sí mismo, forjando un todo social portador de una fuerza que nosotros no somos capaces de conceptualizar pero que existe, y es sumamente temida por los nuestros verdugos. De ahí el interés de que en la “era de las comunicaciones” la gente viva más incomunicada que nunca, más desinformada, con una ignorancia que ya no radica -como antes- en el saber leer, sino en qué se lee.
Sin duda el término “consciencia de clase” —que en nuestros días se limita a un falso nacionalismo— es el verdadero punto neurálgico de los cambios sociales. Los hechos no mienten: sus pocas muestras de existencia han provocado ligeros y lentos cambios no poco significativos –aunque por supuesto aún insuficientes– en la historia de la humanidad. Y es la misma historia la que honra la revolución: Los pensadores, libertadores y verdaderos espíritus de cambio que fueron acallados en un pasado se redescubren en el presente y vemos conveniente perseguirlos porque se convierten la esperanza mesiánica de nuestra crisis.
No me atrevería a nombrar ningún movimiento social con el término de “revolucionario”. En la historia del hombre, según mi percepción, sólo ha habido una revolución real y sucedió hace miles de años, cuando el hombre se hizo sapiens y descubrió dos palabras que, si bien no existían gramáticamente como tales, su concepción fue perfectamente asimilada… Hablo del descubrimiento de los adjetivos “tuyo” y “mío” que llegarían para inaugurar el sentido de posesión: una autoridad vigente hasta nuestros días.
Efectivamente se han dado movimientos decisivos en el rumbo humano —la “Revolución” Francesa podría ser un ejemplo— pero ninguno de ellos ha generado un cambio real en el sistema que conocemos: es la misma dominancia milenaria del que tiene más sobre el que menos tiene, sólo que con diferentes líderes, en diferentes tiempos: a veces se gana en ciertos rubros humanísticos pero se pierde en otros… todo es un ir y venir dentro de este espiral ascendente que es el tránsito humano.
El socialismo (secamente descrito) se plantea precisamente como una vuelta a ese pasado primigenio donde todo es del pueblo y para el pueblo, buscando regresar al hombre esa facultad de cooperativismo gregario que, aunque de manera ya agonizante, manifestaba aún el “buen salvaje” que tantas veces defendió Rousseau en sus tratados de sociedad ideal. Y a pesar de que algunas sociedades se plantean como socialistas o a un paso de ello, el socialismo dentro de los alcances de la mentalidad contemporánea es más bien una quimera, falta esa quintaesencia de consciencia que nos permita entender y aceptar nuestra condición de igualdad respecto el otro. Bien dicen por ahí que (tal como se han manifestado hasta ahora) el capitalismo es la distribución desigual de la riqueza pero el comunismo es la igual distribución de la pobreza.
Quizá, por la experiencia, podríamos caer el la resignada aceptación de que el concepto “revolución” sea únicamente una utopía útil, un motor que nos obligue a avanzar para llegar a un plano que quizá no imaginamos... O quizá la revolución sea la existencia misma como tal y vivamos para llevarla acabo, para conducirnos dentro de ella.
Con base en mi última hipótesis, me agrada proyectarme la revolución como terreno, motivo y causa del existir, motivada por la aspiración máxima del hombre que sin duda es la libertad, proveedora por antonomasia de igualdad, seguridad y demás garantías que hemos pretendido universalmente como especie.
El arte dentro de mi ideal de este existir revolucionario funge un rol especial: el informativo. Resulta ser una especie de brújula orientadora que nos permite ver cómo estamos como cultura y hacia qué rumbo caminamos.
La propuesta de Marx respecto al tema va muy en pos del avance en el pensar humano; considera la estética como un ente indisociable a una repercusión artística de tipo social cuya importancia se traduciría nada más y nada menos que en la forma en que las personas perciben y sienten la realidad —de ahí que ponga tanto cuidado en la manera en que se realiza el arte y plantee ciertos condicionantes para su validez, aspectos que según él ayudarían al “desarrollo más humano de la humanidad”—.
Considero sin embargo que el arte no debe tener ni tratar de cubrir un rubro; el arte por sí misma no es portadora de algo que deba ser encasillado dentro de ciertos límites para que pueda catalogarse como arte útil. Al ser reflejo fiel de la más ínfima inquietud del ser, resulta significar una sacudida de consciencias y si surge determinado movimiento de arte que sea selectivo o excluyente, que esté interesado en hacer de sí mismo un tráfico mercantil o que lleve en sí subjetivismos ideológicos, más que objeto de desprecio debe ser objeto de atención y observación: el analista agudo sabrá que ese arte es más bien un foco rojo, un grito natural del espíritu de que algo no anda bien y, sobre todo, un llamado a averiguar el porqué de esa conducta o tendencia artística. Suprimirla o juzgarla sería negarnos la posibilidad de descubrir que pasa a nuestro alrededor.
Si bien, desde el punto de vista marxista el Romanticismo Latinoamericano —respecto al Romanticismo europeo— se apega más a su noción de lo que debe ser el arte, ambas acepciones estilísticas no se pueden comparar en profundidad ni en intención, por supuesto no porque una sea más válida y útil socialmente que la otra, sino porque son manifestaciones que a pesar de presentar ciertos contrapuntos, tienen una misma esencia y su función es igualmente valiosa dentro de su contexto. El Romanticismo aquí toma la forma que el acontecer le dicta e invita a la catarsis, en Europa hace lo mismo pero de diferente manera: ambas finalmente pretenden resucitarnos de las recurrentes catalepsias que nos aquejan como raza y nos orillan a dirigirnos más dignamente en el andar errante del humano.
Ana Karla Torres Gómez
6º semestre
Específico de Teatro